jueves, 20 de mayo de 2010

El Artillero de San Lorenzo

LA AYUDA AMERICANA Y EL ARTILLERO

Todo el mundo estará de acuerdo al considerar la película de Berlanga «Bienvenido Mr. Marshall», como una de las grandes obras del cine español. Se trata, en efecto, de una película enormemente divertida, aunque también amarga, en la que demostraron su gran oficio actores clásicos del cine español como José Isbert y Manolo Morán. Cómo ignorar aquellas imágenes desoladoras de los americanos pasando de largo por un pueblo esperanzado y que había hecho una quimera de la llegada de los nuevos y ricos amigos. Un pueblo que, tras la decepción, volvía, al día siguiente, a su rutina y a su atraso.

Evidentemente, la película de Berlanga ni es, ni pretendió serlo, una lección de historia económica. Berlanga, como director de cine, es menos riguroso aunque mucho más “cercano” y divertido que los profesores de historia económica. Sin embargo, sus imágenes nos pueden servir perfectamente para situar, inicialmente, y de forma vivida, la realidad histórica de lo que fue la llegada de los americanos a España a partir de los acuerdos de 1953.

La llegada de los americanos fue un hecho real, de una importancia extraordinaria para nuestra historia y para nuestra economía. Y tras su llegada, a diferencia del “desengañado” pueblo que nos muestra Berlanga, España no permaneció como antes. Ya que cambió de forma decisiva. Podemos destacar, como consecuencias fundamentales de los acuerdos con los Estados Unidos las siguientes: la magnitud relativa de la ayuda, la estabilidad que los acuerdos proporcionaron al Régimen de Franco y la introducción de elementos de racionalización económica.

Pero todo eso formaba parte de un cuestionario teórico de acuerdos que la gran mayoría no conocimos. Por el contrario, sí conocíamos en el estado en que nos encontrábamos los chiquillos de aquellos barrios populares, llenos de pupas, sabañones y famélicos. La avitaminosis ý otros signos de privación hacían estragos entre todos nosotros. Era imposible que con un cuartillo de leche de aquellos tiempos, hubiera para toda una familia, por citar un simple detalle.

La “joya de la corona” de aquella ayuda la constituyó la afluencia masiva de bidones de leche en polvo que, con una distribución ejemplar, llegó a todos los lugares sensibles de la sociedad. Colegios, Instituciones, Hospitales, Parroquias. La leche en polvo se hizo inseparable para nosotros en todos los recreos por la mañana y por la tarde, dándonos un aporte de vitaminas que combatió eficazmente nuestra predisposición a las pupas y sabañones.

Por aquellos años estábamos de monaguillos mi hermano y yo en la Parroquia de San Lorenzo, y su párroco D. Juan Novo, (El látigo negro), nos solía mandar cada quince días al sacristán Pepe Bojollo a la “fábrica de la mica”, una nave que estaba ubicada en el llano que había frente de Cementos Asland, (hoy Polígono de Pedroches). Dicha nave, de ladrillo visto, era el almacén central en Córdoba de bidones de leche en polvo, latas de mantequilla, queso americano y latas de carne. Allí debía de ir todo el mundo a recoger los suministros pactados. Nosotros, desde la Parroquia, siempre utilizábamos para el transporte el camión que gentilmente nos cedía D. Rafael Ordoñez Barea, dueño de las bodegas del mismo nombre. Más de una vez ese camión lo llevó su propio nieto Rafael Ordoñez Domingo, dueño actual del restaurante “Rafaé” en la calle Deanes. Curiosamente el hombre encargado de aquella nave de almacenamiento, tenía una pierna de palo y dormía y hacía vida en la caseta de un transformador.

Este tipo de ayuda en la Parroquia de San Lorenzo era totalmente administrada por el Sr. Cura, quien hacía y deshacía lo que él creía conveniente. En el aspecto de la leche en polvo, esplendidez total, en cambio en lo tocante al “queso”, mantequilla y latas de carne, era mas “tacaño”. No cabe duda que distribuirlo tenía que hacerlo, pero yo puedo certificar que a nosotros como monaguillos y transportadores de la mercancía, jamás se dignó darnos una simple lata de manteca, carne o queso. En cambio, su madre Victorina, que era un gran mujer, sí nos dio varias veces como monaguillos una lata de mantequilla.

La odisea del queso americano (1956)

El cura de San Lorenzo, (el referido Látigo Negro), nos mandó a mi hermano y a mí a que fuésemos a recoger un “queso americano” del antiguo Obispado. Recuerdo que nos acompañó con su carrillo el “Artillero”. El transporte del queso, que era del tamaño y forma de una piedra de molino, fue toda una odisea. Por toda la calle Cardenal González y calle Lucano, fuimos asaltados por la chiquillería que, acompañada a veces de sus madres, disfrutaba con quitarnos pedazos de queso y se los comían en el acto. La preocupación de mi hermano y la mía propia, iba en aumento al comprobar como iba menguando aquella “rueda de molino”.
El “Artillero” en cambio estaba muy tranquilo, se limitaba a llevar el carrillo, y no decía ni pío. Es más, al pasar por la taberna la Parra, quiso pararse para darse un “calmante”, dejando el vehiculo con su “atractivo queso” en medio de la calle, con la sola vigilancia nuestra (dos chiquillos), que apenas teníamos catorce años. El queso llegó a San Lorenzo bastante menguado. Más que una piedra de molino, parecía una rueda dentada. No pudimos evitarlo, pues hasta en la misma calle Don Rodrigo, y a la altura de las Cinco Calles, nos quitaron un buen pedazo. Un vecino, que salió huyendo para la Calle Mucho Trigo, por toda explicación nos comentó que “tenía hambre”.

Llegados a San Lorenzo, al llegar a la Casa Parroquial para localizar a D. Juan Novo, nos dijo Ana “La Portera” que no estaba, que la única persona que había de la casa era D. Marcelino (padre del cura) y que había salido para la taberna de Ordoñez. El “Artillero” deseoso de buscar a alguien para que se hiciera cargo del dichoso “queso” y a su vez que le pagara el porte, se dirigió con el carrillo para dicha taberna. Al dejar otra vez el carrillo con el queso “abandonado”, surgió gente de la calle Escañuela, como “El migui” Miguel Blancart, “El zarra”, Manuel Torres, “El Triburcio” y su hermano el “Canuto”, que arrancaron el queso que necesitaron. Cuando salió de la taberna el simpático “Artillero”, el queso ya había perdido definitivamente más de un 10% de su peso y volumen. No sé si el “Artillero” cobró el porte, pero por si las moscas, el también se llevó un buen pedazo del dichoso queso para casa.

Rafael Serrano Zurera
(EL ARTILLERO)

Este gran hombre, de pequeña estatura, (1,54), estaba casado con Antonia Antúnez, y tenían cuatro hijos, dos hembras y dos varones. Era un trabajador incansable y mejor persona aún. Hombre de pocas palabras, y con una vestimenta sencilla y un poco raída, que la coronaba con una simple boina. Se recorría media Córdoba transportando “chivos” de la estación del ferrocarril a los fielatos y luego a la Plaza de la Corredera.

Curiosamente, para él esta carne no era santo de su devoción. Él, que era un hombre muy ordenado en todo, tenía su “comida” bien organizada. Por la mañana tomaba un buen trago de aceite de oliva en ayunas, y lo acompañaba de un café de “cebada”, y un trozo de membrillo. Para almorzar, un cuarto de pan “abogado”, con tocino de beta, que cortado a golpe de su navaja le resultaba muy placentero. Eso lo comía al medio día, de lunes a jueves. El viernes y el sábado cambiaba el menú por el “guiso de habichuelas”. Según decía él para que la “tripa” hiciera “algo” de el efecto trompeta durante el fin de semana. Este “movimiento” de la tripa era muy recomendable para la salud.

Para evitar trabajo a su esposa Antonia, todas estas comidas las hacía en la Pensión la Paloma, (en los Portales de la Corredera), en donde le querían como a uno más de la familia. Hasta tal punto llegaba el aprecio, que le permitían que echara una pequeña siesta en la trastienda de la Pensión. El cuando volvía a su casa, (seis de la tarde), ya venía comido y dormido como decía él.

El “Artillero” era un auténtico sabio en muchos órdenes de la vida. Era un gran experto en temas del tiempo. Muchas veces con el cielo “raso” le veían salir con su impermeable de “bombero” y ante la extrañeza de los que observaban su atuendo, él decía: “Esta tarde va a llover”. Y efectivamente llovía. Más de una vez las Hermandades de Semana Santa, por consejo de Pepe Bojollo, sacristán de la Parroquia de San Lorenzo, acudían a su casa para preguntar sobre las posibilidades de lluvia ante el tiempo inclemente. Él, sentado en su habitación y a media luz, leyendo como siempre su novela del Oeste, contestaba a los “nazarenos” su pronóstico del tiempo. Marcaba con exactitud hasta el horario de la posible lluvia. Encima de la “cómoda”, tenía siempre una “lamparilla” ardiendo, cuya luz se reflejaba en su retrato de su boda. Según apreciara la inclinación de la sombra, era básico para su pronóstico.

Este hombre, cuando tenía un pequeño descanso festivo, era cliente habitual de la taberna de Casa Manolo y también solía utilizar la piquera de casa Ordoñez, (entrada por la Calle Escañuela). Allí su “amigo” Paco Medina, le facilitaba sus vasitos de “amontillado”, vino clásico de la casa. Cuando se sentía “a gusto”, salía para su casa que se hallaba ubicada en la callejita sin salida de la Plaza de Ruano Girón. Era vecino de Doña Tránsito, la Matrona, que era la que de noche, desde su balcón y a regañadientes “velaba” por el “carrillo”, de su vecino, que lo dejaba amarrado en la ventana de Isabelita Parejas.

El frío lo combatía con dos pares de calcetines en cada pie, dos camisetas y dos pantalones. Cuando alguna vez le salía un “sabañón” en las orejas, lo combatía siempre con una untura a base de profidén disuelto en vinagre. A los dos días sabañón fuera. Tenía unos dedos tan “porros” que eran auténticas limas. Era curioso verlo trastear los cables eléctricos sin quejarse de que le diera la corriente.

Su sabiduría alcanzaba honores muy altos en el tema de la medicina. Fue un adelantado en las técnicas del Doctor Trueta, sobre todo en el tratamiento de heridas abiertas, pues desde joven las resolvía taponando la herida con una argamasa de yeso y su poquito vendaje correspondiente. En la extracción de las muelas, nunca tuvo problemas de dentista, pues sus extracciones se las realizaba solo con la única ayuda de una cuerda y los barrotes de cualquier ventana. El pegaba un tirón y muela y dolor fuera. Luego se enjuagaba con un poco de vino y sal, quedando el problema resuelto. El decía que controlaba su colesterol, entremezclando el tocino de beta, con un poquito de tocino rancio, mezclado éste con pulpa de membrillo verde, dos veces a la semana.

Una vez jubilado se cambió de casa y, aunque en la misma calle, se fue a vivir a casa de la “Genara”, pasando a ser vecino de Miguel González y el “Jaramago”, personaje muy conocido en San Lorenzo por su simpatía.

Para pasar el tiempo se “colocó” en la zapatería del “Sopo” Casa Curro, en donde todas las tardes daba sesiones de TEATRO LEÍDO. Efectivamente, en la pequeña zapatería y alrededor del maestro zapatero, se sentaba el propio Artillero, “El Guapo” padre, y Anselmo, todos pertenecientes a la tercera edad y además unos enamorados del mundo del Oeste. Allí el amigo “Artillero”, declamaba, a media voz la novela de Marcial Lafuente Estefanía. Enfatizaba y reproducía guturalmente hasta el ruido de las puertas batientes de aquellos salones y tascas en donde se desarrollaban las violentas escenas entre pistoleros buenos y malos. Daba la sensación de que hasta se “masticaba” el olor a pólvora, Más que novelas leídas, eran auténticas sesiones de teatro relatado. Los invitados a la “representación” quedaban callados y con la respiración contenida y los oídos prestos para sentir la inmediata llegada del sheriff. Ellos, eran los encargados de proveerse diariamente de una novela en Casa de “Bizcocho” (en la Calle del Empeño), que era el que las tenía más “ordenadas” para cambiarlas.

Curro, el zapatero, un poco más joven que sus contertulios, se lo pasaba en grande. Un día se presentó uno de ellos con su estrella de sheriff y todo, para conseguir mayor realidad a las escenas de lectura. La zapatería estaba ubicada en un local, que estaba junto a la casa de “Enriquín”, (panadero de la Laboral). En la actualidad allí se encuentra la Casa de Hermandad del Cristo de Animas.

El “Artillero” era un hombre con la fe del carbonero y siempre que pasaba por los Padres de Gracia, se santiguaba de una forma muy personal, pero muy sentida. Un día de 1974 D. Valeriano Orden, el nuevo párroco de San Lorenzo fue a visitar a un vecino suyo (Miguel González), y se quiso interesar por él, que le contestó: “D. Virginiano –confundió el nombre del cura por uno más del Oeste- yo qué pecados voy a tener, si todos los días me levanto a las cuatro y media de la mañana, tengo las manos y el cuello destrozados de llevar mi carrillo durante toda la mañana y parte del día, desde el lunes hasta el sábado. La mayoría de lo que cobro se lo doy a mi mujer y no tengo vicio ninguno nada más que la lectura de una novela todos los días por la tarde. Yo para no molestar a nadie, no pongo ni el despertador. Y para que mi carro no despierte a nadie, me voy a la Plaza de la Corredera por el camino de la “Ronda de la Manca” aprovechando que no hay apenas casas, para no molestar a los vecinos que estén durmiendo.”.

En su carrillo transportó toda la abundante librería de D. Antonio Campos González, (Campitos), desde la Casa Parroquial de San Lorenzo, hasta la creada nueva Parroquia de San Juan de Letrán, de la que lo hicieron el primer cura Ecónomo. Tuvo que dar dos o tres viajes y al final del recorrido, el bueno de “Campitos” que era un poco más alto que él, le regaló una colección de novelas del Oeste, “literatura” que al simpático del “Artillero” le apasionaba.

El “Artillero”, murió de forma sencilla y ejemplar como correspondía a un hombre que quiso pasar desapercibido y casi en cuclillas por esta vida. Esa noche, como solía hacer todos los días, se tomó un vaso de leche que le preparó su hija Antonia que estaba casada con el dueño del Bar San Lorenzo, que era José Bravo (El gorrión),. Se marchó a su casa porque se sentía algo incomodado. Tuvo arrestos suficientes para decirle a su esposa. “Me encuentro bastante mal, otras veces este malestar, el bicarbonato me lo hubiera quitado. Esto no me ha pasado a mi nunca, ahora mismo he perdido el control de mi cuerpo, por lo que espero lo peor”. Sacó de un cajón dos pañuelos muy anudados y le dijo a su mujer: “En el pañuelo de la derecha está el dinero para mi entierro y en el de la izquierda, está el poquito dinero que he podido ahorrar”. La mujer quitó importancia a lo que le decía su marido, pero de madrugada se murió durmiendo plácidamente. Este gran hombre había nacido en el 1900, y murió el 12 de enero de 1977, un día frío y lluvioso.

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